jueves, 27 de junio de 2013

Echa afuera el Miedo


EL amor echa fuera el miedo

por Martha Smock

 

Creo que el miedo se conquista por medio del amor. “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor” (Jn. 4:18). No podemos temer lo  que amamos.

Si le tienes miedo a algo o a alguien, dirige tu atención a lo que amas en vez de abrigar el pensamiento de miedo. Las siguientes meditaciones pueden ayudarte en la quietud de la oración:

Dejo que el amor eche fuera el miedo a la enfermedad.

Amo la idea de la vida. Me enamoro de la vida. Pienso en vida y hablo de vida. Me veo lleno de vida, la vida misma de Dios.
Amo, alabo y doy gracias por la vida de Dios que es mi vida —la vida de Dios que me sana, me restaura y me renueva.
Con pensamientos y sentimientos de amor —amor a la vida, amor a la idea sanadora— dejo ir mis pensamientos de enfermedad y miedo. Amo a la vida y expreso la vida de Dios de manera radiante, maravillosa y poderosa.

Dejo que el amor eche fuera el miedo a la soledad.
Amo mi vida. Amo el lugar que llamo hogar. Me encanta saber que nunca estoy solo, que Dios siempre está conmigo. Doy amor y me siento rodeado y envuelto por el amor de Dios.
Puede que esté solo, pero nunca siento soledad. Pienso en mis seres queridos con amor, bien se encuentren cerca o lejos de mí. Oro con amor por la gente que guardo en mi corazón y por el mundo. Me siento parte de la gran y maravillosa familia de Dios. El amor me une con Dios y con todos los hijos de Dios.

Dejo que el amor eche fuera el miedo a la escasez.
El amor reemplaza los pensamientos de pobreza. Me encanta saber que soy el hijo rico de un Dios rico. Amo el trabajo que debo hacer. Amo y alabo a Dios como mi recurso confiable e infalible. Amo el fluir de pro­visión que no tiene límites. Amo, utilizo y expreso los talentos y habili­dades con los que he sido dotado. Amo el sentimiento de éxito y satisfac­ción que tengo por mi confianza en Dios. Me encanta la idea de que mis necesidades diarias son satisfechas y que mis futuras necesidades también serán satisfechas. Expreso amor y dejo ir los pensamientos de escasez. Expreso amor —el amor de Dios que prospera— y comparto voluntaria y libremente con los demás.

Dejo que el amor eche fuera el miedo al fracaso.
Bendigo las oportunidades que se me presentan. Amo los retos que me hacen pensar y esforzarme más. Amo el espíritu de fe y valor que impide que el miedo me domine.

Me gusta sentir que soy poderoso espiritualmente por el poder que me da el Cristo morador y que es mío cuando actúo con valor y sigo adelante con fe. Me encanta la seguridad que siento cuando escucho que "el silbo apacible y delicado" en mí me dice que puedo triunfar.

Dejo que el amor eche fuera el miedo a la gente.
Expreso amor hacia todos y atraigo el amor de todos.
El amor —amor divino — nunca desconfía ni debo desconfiar de él. El amor —amor divino— nunca maltrata ni es maltratado. El amor siem­pre produce armonía. El amor rompe las barreras de la timidez o de la falta de comprensión. El amor no es abrumado por la personalidad. El amor ve lo mejor en los demás y lo revela. Voy al encuentro de la vida y de la gente con un espíritu amoroso, y la vida y la gente responden con calidez, amistad y amor.

Dejo que el amor eche fuera el miedo al cambio.
Pienso en el cambio, y mantengo este pensamiento positivo: ¡Amo el cambio! El amor me asegura que Dios me acompaña en todo cambio. En toda condición o circunstancia cambiante, el amor revela algo nuevo y gratificante. Doy la bienvenida al cambio con amor, y me siento bende­cido, enriquecido y lleno de felicidad.

Dejo que el amor eche fuera el miedo al miedo.
El amor echa fuera el miedo irracional. ¡El amor echa fuera el miedo al miedo mismo! Recuerdo que Dios me ama. ¿Qué hay que temer? Dios es amor y Dios me ama.
“Ni la muerte ni la vida ... ni lo presente ni lo por venir, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios” (Ro. 8:38-39).
Voy al encuentro de la vida y del amor de Dios sin miedo, sabiendo que Dios me ama y que nada ni nadie puede separarme de Su amor.
“En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor.”

miércoles, 19 de junio de 2013

El Miedo al Rechazo


PERDÉ EL MIEDO AL RECHAZO

 

Todos, en cierta medida, nos preocupamos por caer bien a los demás. Pero cuando esa mirada externa comienza a condicionarnos, tendemos a aislarnos. Entérate de cómo enfrentarla.

 

A

 VECES, sin una explicación clara a la vista, la exposición social nos paraliza o nos impide actuar con total libertad. Podemos sentirnos muy nerviosos antes de una cita o una reunión, experimentar inseguridad a la hora de comunicar algo y llenarnos de pensamientos negativos sobre cómo será nuestra repercusión en otras personas. Estas sensaciones suelen ir de la mano de síntomas como el sonrojarnos, transpiración y sequedad en la boca, fuertes palpitaciones, sensaciones que nos amenazan y nos hacen sentir incómodos. En el fondo, lo que nos pasa es que tenemos miedo a ser rechazados. Nos asusta sentirnos despreciados por el entorno, porque creemos que necesitamos de la aprobación de los otros para sentirnos bien, lo que nos transforma en personas dependientes. Llegamos a perder nuestra propia identidad, por autocensurarnos y amoldarnos a los demás. Dejamos de mostrarnos tal cual somos, por temer que alguien desapruebe nuestra forma de ser, actuar y de pensar. Pero en realidad, ¿es eso lo que el mundo espera de nosotros? ¿Y qué sucede con lo que esperamos de nosotros mismos?

 

Así empieza

Este miedo inconsciente se puede desarrollar de diversas maneras y en distintos momentos de la vida. En general, puede deberse a los siguientes factores.

 

 *Desatención de los padres. Si en la infancia no nos sentimos protegidos por el núcleo familiar,  

    posiblemente no hayamos incorporados modelos que nos ayuden a ganar seguridad, confianza y  

    aceptación.

 *Experiencias traumáticas. Situaciones pasadas ligadas al rechazo, que quedaron sin resolver, como las

    burlas en el colegio o en el grupo de amigos, pueden hacernos sentir inferiores.

 *Aislamiento social. Si desde chicos crecimos en un ámbito alejado de las actividades que fomentan la

    interacción con los demás, podemos no hallarnos adaptados a las relaciones interpersonales.

 

Las consecuencias

Vivir tan pendientes del rechazo, la aceptación y de la mirada ajena nos hace actuar de forma poco espontánea. No nos permitimos sacar a relucir todo lo depositado en nuestro interior, porque pensamos que lo que tenemos para aportar es poco interesante. Así, llegamos a creer que seguir las tendencias que nos rodean nos va a hacer sentir mejor dentro del grupo con el cual queremos simpatizar. Por ejemplo, dejamos de expresar nuestras opiniones en especial si la mayoría las contradice; adoptamos de manera fácil conductas convencionales, incluso si no estamos de acuerdo con ellas.

También, con tal de configurar una buena imagen, podemos llegar a querer complacer desmedidamente a los demás, dejando de lado nuestros propios deseos. O sentirnos muy incómodos al estar con gente desconocida, lo que deviene en evitar las reuniones sociales. Todos estos hábitos despiertan en nosotros sentimientos de pérdida de la identidad, insatisfacción vital, muy baja tolerancia a la crítica y la frustración, y falta de autenticidad.

El miedo al rechazo, además, puede jugarnos una mala pasada en el marco del noviazgo o el matrimonio. ¿Cómo sostener una relación armoniosa si todo el tiempo pensamos que nuestra pareja nos va a abandonar, o que no nos quiere lo suficiente? Tarde o temprano, el vínculo se desgasta.

 

Momento de cambio

El primer paso es aceptar el miedo. Invertir el pensamiento y dejar de creer que no podemos. Romper los prejuicios sobre nosotros mismos, y darnos una oportunidad para demostrarnos que, en vez de huirle a los problemas, es mejor enfrentarlos y solucionarlos como cualquier persona. Esa seguridad es la que nos va a dar el impulso para animarnos a nuevas experiencias, y el éxito en ellas, a su vez, aumentará la autoconfianza.

 

 

 

Algunos pasos, con el fin de sacar todo lo bueno que tenemos para brindar, son:

 

1.       Conocernos mejor

Al reflexionar, podemos descubrir que el miedo al rechazo no es el resultado de los juicios de los demás, sino de los que hacemos sobre nosotros mismos. Nos enfocamos en nuestros defectos y complejos, y pensamos que todos van a despreciarlos. Pero, ¿quién se está rechazando en primera instancia? Nosotros mismos, desde el interior. Es importante vencer los prejuicios sobre uno mismo, para superar los temores y ganar seguridad.

2.       Errar es humano

El miedo al fracaso anula la posibilidad de asumir un desafío. Por un lado, dejamos de aprovechar una nueva experiencia y, por otro, perdemos la oportunidad de aprender de los errores, en caso de que los resultados no sean los esperados. ¡Nadie nació sabiendo! Hay que tenerlo en cuenta, para desarrollarnos sobre la base de prueba y error, sin importar cuán bien o mal nos vaya en el intento.

3.       ¡Acción!

Cuanto más actuemos, más nos desprenderemos de los fantasmas de nuestra mente. Por eso, cambiar horas de pensamiento innecesario por horas de acción constructiva nos va a llenar de energía para animarnos a ser nosotros mismos, frente a cualquier persona y situación.

 

A modo de conclusión, es positivo pensar en todo lo que nos podemos perder por el temor a ser rechazados. Hay que cambiar de actitud y animarnos a vivir plenamente, siendo como somos, sin engañarnos, ni pretender hacerlo con los demás.Y

martes, 11 de junio de 2013

Pensamiento


EL PENSAMIENTO

Por Gary H. Jones

    El pensamiento es un gran instrumento que Dios nos ha dado. Este instrumento nos sirve de dos maneras. Primero, nos permite liberarnos de toda creencia, limitación, condición, enfermedad, temor, disposición de ánimo o circunstancia que podrían obstaculizar temporalmente nuestro crecimiento individual. Segundo, el pensamiento ayuda nuestro desarrollo espiritual.

    El pensamiento es nuestro acceso directo a Dios. Llegamos a Dios al usar técnicas como la oración, meditación, negación y afirmación, visualización y la forma más profunda de oración: el silencio. El pensar es, además, la manera de manifestar lo que deseamos añadir a nuestras vidas y de cambiar en alguna forma lo que debemos cambiar, o eliminarlo del todo.

Nuestro carácter divino

    La habilidad de la humanidad de pensar tanto racional como imaginativamente caracteriza su lugar único entre las formas de vida en el mundo. No sólo tenemos la habilidad de pensar, sino que lo que pensamos nos vincula a un proceso automático que manifiesta aquello en lo que hemos pensado en forma externa.

    El pensamiento es una espada de dos filos. Esto, es, si nos preocupamos sobre lo que podría sucedernos al visualizar todo clase de imágines negativas, éstas pueden mantenernos en cierta servidumbre temporal. Somos liberados de ese cautiverio solamente cuando cambiamos nuestras normas e imágenes de pensamientos a normas más constructivas y de naturaleza divina.

    Se ha descrito el alma como un eje. Es decir, el alma (la combinación del pensamiento y el sentimiento) funciona como el gozne de una puerta. Ella puede volverse a nuestro interior –al Cristo en nosotros– para obtener una imagen verdadera de lo que somos y luego expresar ese conocimiento al mundo que vemos fuera de nosotros para manifestar armonía y curación. Por otra parte, el alma puede elegir mirar a lo externo y ver las apariencias de dualidad, enfermedad, pobreza y lucha y hacerlas nuestras.

Los pensamientos que sostenemos en la mente…

    Una enseñanza que ha estado en la conciencia humana desde la época en que los humanos primitivos pudieron reflexionar acerca de su realidad es que los pensamientos que sostenemos en la mente producen según su género. Sencillamente, esto quiere decir que aquello en lo que concentramos nuestros pensamientos y creencias de algún modo tomará forma en nuestras vidas.

    Esto nos lleva, también, al adagio de que nada nos sucede a nosotros que no sucede primero en nosotros. En otras palabras, compartimos una responsabilidad por las cosas que nos suceden. Este hecho, también, nos asegura de que si fuimos parte de la creación del problema, también tenemos el poder de cambiarlo.

    Una de las pocas cosas que Jesucristo requirió de los que iban a Él por curación fue que ellos creyeran. Cuanto más podamos creer en lo que deseamos –ya sea curación, armonía, prosperidad, o paz– y cuanto más alentemos nuestras creencias, más rápidamente manifestamos nuestro bien.

    El pensamiento guiado por la presencia del Cristo en nosotros puede levantarnos de cualquier condición y otorgarnos cualquier deseo de nuestros corazones. Dios nos provee la abundancia del universo, y nuestra labor es hacer surgir el bien, ¡el bien absoluto!, que ha sido siempre el deseo de nuestro Creador para nosotros. ÿ

lunes, 3 de junio de 2013

Cartas del Hermano Lorenzo


Semblanza del Hermano Lorenzo, un hombre que caminó con Dios.

  
 
Cartas
 
Las cartas del hermano Lorenzo son el verdadero corazón y el alma del libro «La práctica de la presencia de Dios». Todas fueron escritas durante los últimos diez años de su vida. Los destinatarios fueron diversos, sin embargo, en todas ellas late el mismo corazón sencillo y amante de Cristo.
 
Primera carta
Tú deseas tan diligentemente que te describa el método por el cual he llegado a este habitual sentido de la presencia de Dios, el cual nuestro misericordioso Señor ha querido darme. Voy a hacerlo con la petición que no le muestres la carta a nadie. Si me entero que muestras la carta, todo el deseo que tengo que alcances el progreso espiritual no bastará para que te siga escribiendo.
Lo que puedo contarte es lo siguiente: habiendo encontrado en muchos libros diferentes métodos de ir a Dios y diversas prácticas de la vida espiritual, llegué a la conclusión que éstas servían más para confundirme que para facilitarme lo que seguí después, que no era otra cosa que llegar a ser completamente de Dios. Esto hizo que me decidiera a darme todo por el Todo.
Después de haberme dado a mí mismo completamente a Dios, para que Él satisficiera lo que yo merecía por mis pecados, yo renuncié, por amor a Él, a todo lo que no fuera Dios; y comencé a vivir como si no hubiera nada más en el mundo que Él y yo.
A veces me consideraba a mí mismo ante Él como un pobre criminal a los pies de su juez. Otras veces lo veía a Él en mi corazón como mi Padre, como mi Dios. Lo adoraba lo más seguido que podía, manteniendo mi mente en su santa presencia y recordándolo cuando mi mente comenzaba a alejarse de Él. Este era mi trabajo no sólo en el tiempo designado para la oración sino en cualquier instante; cada hora, cada minuto, incluso cuando tenía más trabajo. Alejaba de mi mente todo lo que interrumpía mis pensamientos de Dios.
Este ejercicio no estaba libre de dolor. Continuaba a pesar de las dificultades. Trataba de no aproblemarme o inquietarme cuando mi mente comenzaba a vagar. Aquella había sido mi práctica común desde que entré a la vida religiosa. Aunque los había hecho muy imperfectamente, encontré grandes ventajas en esta práctica. Yo sabía muy bien que todo se debía a la misericordia y a la bondad de Dios, porque nada podemos hacer sin Él, incluso menos que nada.
Cuando somos fieles en mantenernos en su santa presencia, y permitirle que siempre esté delante de nosotros, esto nos impide ofenderlo y hacer algo que pueda desagradarlo. También produce en nosotros una libertad santa, y si se puede decir así, una familiaridad con Dios, donde o cuando la pidamos. Él nos suministra la gracia que necesitamos. Con el tiempo, al repetir a menudo estos actos, éstos se tornan habituales, y la presencia de Dios llega a ser muy natural para nosotros.
Por favor da gracias a Dios conmigo por su gran bondad hacia mí, la cual nunca podré suficientemente expresar, y por los muchos favores que Él ha realizado a este tan miserable pecador como soy. Que todo le alabe. Amén.
 
Segunda carta
No encuentro mi forma de vivir descrita en libros, aunque no tengo problemas con ello. Sin embargo, para mayor tranquilidad, te agradecería que me hicieras saber tus pensamientos acerca de este tema.
En una conversación algunos días atrás, una persona muy devota me dijo que la vida espiritual era una vida de gracia, que se inicia con un miedo servil, crece con la esperanza de la vida eterna, y se completa con el amor puro; cada uno de estos estados tiene fases diferentes, por medio de los cuales uno llega finalmente a aquella bendita consumación.
Yo no seguí estos métodos completamente. Al contrario, sentí instintiva-mente que me desalentarían. En vez de seguirlos, cuando entré en la vida religiosa, tomé la resolución de entregarme (darme a mí mismo) a Dios para que Él fuera la completa satisfacción de mis pecados, y por amor a Él, renunciar a todo.
Durante los primeros años, frecuentemente empleaba el tiempo apartado para la devoción en pensamientos acerca de la muerte, juicio, infierno, cielo, y mis pecados. Y continué por algunos años, poniendo mi mente cuidadosamente el resto del día, e incluso en medio de mi trabajo, en la presencia de Dios, que siempre la consideraba conmigo, siempre en mi corazón.
Con el tiempo comencé a hacer lo mismo durante el tiempo consagrado a la oración, lo que me produjo alegría y consolación. Esta práctica produjo en mí una estima tan alta de Dios que sólo la fe era suficiente para sostenerme.
Ese fue mi comienzo. Puedo decirte que durante los primeros diez años, sufrí mucho. Durante ese tiempo me caía y me levantaba muchas veces. Me daba la impresión que todas las criaturas, la razón, y Dios mismo estaban contra mí, y que sólo la fe estaba a mi favor.
La aprensión de no ser tan devoto de Dios como deseaba, mis antiguos pecados siempre en mi mente, y los grandes favores inmerecidos que Dios había hecho por mí, eran la fuente de mis sufrimientos y sentimientos de indignidad. A veces me aproblemaba pensando que haber recibido tales favores era sólo efecto de mi imaginación, ya que llegaban a mí muy rápidamente, y yo pensaba que de ser verdaderos debían tardarse más en llegar. Otras veces creía que todo era un engaño voluntario y que no había esperanza para mí.
Finalmente, consideré la perspectiva de pasar el resto de mi vida en estas dificultades. Descubrí que esto no había disminuido la confianza que tenía en Dios. De hecho, sólo había servido para aumentar mi fe. Parecía que al fin había encontrado el cambio en mí. Mi alma, que hasta entonces estaba inquieta, comenzó a sentir una profunda paz interior, como si hubiera hallado su centro, un lugar de reposo.
A partir de ese instante comencé a caminar ante Dios simplemente, en fe, con humildad, y con amor. Me propuse diligentemente a no hacer nada ni pensar en nada que pudiera desagradar a Dios. Tenía la esperanza que cuando terminara de hacer lo que podía, Dios hiciera conmigo lo que Él quisiera.
No encuentro palabras para describir lo que ocurre conmigo ahora. No siento dolor ni dificultad acerca de mi estado porque no tengo voluntad propia, sólo la de Dios. Me esfuerzo en cumplir su voluntad en todas las cosas. Estoy tan resignado que no levantaría una paja del suelo, si este acto es contrario a su orden, o por cualquier motivo distinto al puro amor por Él.
He cesado de todas las formas de devoción y de oraciones excepto las que mi estado requiere. Mi prioridad es perseverar en su santa presencia, en la cual mantengo una atención sencilla y amante de Dios, que puede llamarse una presencia actual de Dios. Poniéndolo de otra forma, es una habitual, silenciosa, y privada conversación del alma con Dios. Que me da mucho gozo y contentamiento. En resumen, estoy seguro, más allá de toda duda, que mi alma ha estado en las alturas con Dios estos últimos treinta años. He pasado por muchas cosas pero no quiero parecer tedioso refiriéndotelas en detalle.
Pienso que es apropiado contarte como me percibo a mí mismo delante de Dios, a quien considero como mi Rey. Me considero a mí mismo como el más miserable de los hombres. Estoy lleno de faltas, taras, y debilidades. He cometido toda clase de crímenes contra este Rey. Con un profundo arrepentimiento le confieso todas mis debilidades. Pido su perdón. Me abandono completamente en sus manos para que Él haga conmigo lo que quiera.
Mi Rey es lleno de misericordia y bondad. Lejos de castigarme, Él me abraza con amor. Me hace comer en su mesa. Él me sirve con sus propias manos y me da la llave de sus tesoros. Me conversa y se deleita conmigo incesantemente, de miles y miles de formas distintas. Y me trata como su favorito. De esta manera me considero continuamente en Su santa presencia.
Mi método más usual es esta simple atención, una amorosa mirada a Dios. Así me encuentro muchas veces, a mí mismo apegado con la mayor dulzura y deleite a Él, igual que un niño al pecho de su madre. Para elegir una expresión, llamaría a este estado el seno de Dios por la inefable dulzura que gusto y experimento allí. Si en algún momento, mis pensamientos me apartan de este estado de necesidad y flaqueza, mis recuerdos me traen nuevamente, por medio de emociones interiores tan sublimes y deliciosas que no encuentro palabras para describirlas.
Te ruego que consideres mi gran miseria, como te he informado extensamente, y los grandes favores que Dios hace a alguien tan indigno y malagradecido como yo.
De esta forma mis horas consagradas a la oración, son una simple continuación del mismo ejercicio. A veces me considero a mí mismo como una piedra delante del escultor, de la que Él hará una estatua. Cuando me presento así delante de Dios, deseo que haga su imagen perfecta en mi alma y que me haga enteramente como Él es.
En otras ocasiones, cuando me consagro a la oración, siento que todo mi espíritu se eleva sin ningún cuidado ni esfuerzo de mi parte. Luego mi alma está suspendida, y anclada firmemente en Dios, teniendo a Dios como el centro o el lugar de reposo.
Sé que algo carga este estado con inactividad, engaño, y amor propio. Confieso que es una inactividad santa. Y sería un dichoso amor propio si el alma, en este estado, fuera capaz de esto. Pero mientras el alma está en este reposo, no puede distraerse por las cosas a las cuales antes estaba acostumbrada. Aquello de lo cual el alma solía depender ahora es más bien un impedimento.
Así que no puedo ver como esto podría llamarse un engaño, ya que el alma que disfruta a Dios de esta manera sólo lo desea a Él. Si esto es un engaño, sólo Dios puede remediarlo. Le dejo que haga lo quiera conmigo. Sólo lo deseo a Él. Sólo deseo ser completamente devoto a Él.
Te ruego que me envíes tu opinión porque me es de mucho valor. Tengo una singular estima por tu reverencia. Estoy a tu servicio.
 
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Decimoquinta carta
Dios es quien sabe mejor lo que nosotros necesitamos. Todo lo que Él hace es para nuestro bien. Si supiéramos lo mucho que nos ama, estaríamos siempre listos para recibir tanto lo amargo y lo dulce que proviene de su mano. No habría diferencia. Todo lo que viene de Él sería placentero.
Las peores aflicciones sólo parecen intolerables si las vemos bajo la luz incorrecta. Cuando las vemos como viniendo de la mano de Dios, y sabemos que es nuestro amante Padre quien nos humilla e incomoda, nuestros sufrimientos pierden su amargura y se convierten en una fuente de consolación.
Que todos nuestros esfuerzos sean para conocer a Dios. Quien más le conoce, desea conocerle mucho más. El conocimiento es comúnmente la medida del amor. Mientras más profundo y más extenso sea nuestro conocimiento, más grande será nuestro amor. Si nuestro amor hacia Dios fuera grande le amaríamos igualmente en el dolor y en el placer.
Nos engañamos a nosotros mismos si buscamos o amamos a Dios por algún favor que nos haya dado o que pueda darnos. Tales favores, no importa lo grandes que sean, nunca nos traerán tan cerca de Dios como simple acto de fe. Busquemos a Dios sólo mediante la fe. Él está dentro de nosotros. No lo busquemos en ninguna otra parte.
¿No somos rudos y merecemos la culpa si lo dejamos solo para ocuparnos en bagatelas que no agradan a Dios y que quizás le ofenden? Estas bagatelas pueden algún día costarnos caro. Comencemos diligentemente a consagrarnos a Él. Apartemos cualquier otra cosa de nuestro corazón. Él quiere poseer nuestro corazón completamente. Roguemos por su favor. Si hacemos todo lo que podemos, pronto veremos ese cambio forjado en nosotros que tanto deseamos.
No puedo agradecer a Dios lo suficiente por haberte aliviado de tus dolores. Espero ver al Señor dentro de pocos días. Oremos el uno por el otro.
 
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(El hermano Lorenzo murió apaciblemente en los días de esta última carta).
(Traducción: Álvaro Soto V.).