EL PENSAMIENTO
Por Gary H. Jones
El
pensamiento es un gran instrumento que Dios nos ha dado. Este instrumento nos
sirve de dos maneras. Primero, nos permite liberarnos de toda creencia,
limitación, condición, enfermedad, temor, disposición de ánimo o circunstancia
que podrían obstaculizar temporalmente nuestro crecimiento individual. Segundo,
el pensamiento ayuda nuestro desarrollo espiritual.
El
pensamiento es nuestro acceso directo a Dios. Llegamos a Dios al usar técnicas
como la oración, meditación, negación y afirmación, visualización y la forma
más profunda de oración: el silencio. El pensar es, además, la manera de
manifestar lo que deseamos añadir a nuestras vidas y de cambiar en alguna forma
lo que debemos cambiar, o eliminarlo del todo.
Nuestro carácter
divino
La
habilidad de la humanidad de pensar tanto racional como imaginativamente
caracteriza su lugar único entre las formas de vida en el mundo. No sólo
tenemos la habilidad de pensar, sino que lo que pensamos nos vincula a un
proceso automático que manifiesta aquello en lo que hemos pensado en forma
externa.
El
pensamiento es una espada de dos filos. Esto, es, si nos preocupamos sobre lo
que podría sucedernos al visualizar todo clase de imágines negativas, éstas
pueden mantenernos en cierta servidumbre temporal. Somos liberados de ese
cautiverio solamente cuando cambiamos nuestras normas e imágenes de
pensamientos a normas más constructivas y de naturaleza divina.
Se
ha descrito el alma como un eje. Es decir, el alma (la combinación del
pensamiento y el sentimiento) funciona como el gozne de una puerta. Ella puede
volverse a nuestro interior –al Cristo en nosotros– para obtener una imagen
verdadera de lo que somos y luego expresar ese conocimiento al mundo que vemos
fuera de nosotros para manifestar armonía y curación. Por otra parte, el alma
puede elegir mirar a lo externo y ver las apariencias de dualidad, enfermedad,
pobreza y lucha y hacerlas nuestras.
Los pensamientos
que sostenemos en la mente…
Una
enseñanza que ha estado en la conciencia humana desde la época en que los
humanos primitivos pudieron reflexionar acerca de su realidad es que los
pensamientos que sostenemos en la mente producen según su género.
Sencillamente, esto quiere decir que aquello en lo que concentramos nuestros
pensamientos y creencias de algún modo tomará forma en nuestras vidas.
Esto
nos lleva, también, al adagio de que nada nos sucede a nosotros que no sucede primero en nosotros. En otras palabras, compartimos una responsabilidad por
las cosas que nos suceden. Este hecho, también, nos asegura de que si fuimos
parte de la creación del problema, también tenemos el poder de cambiarlo.
Una
de las pocas cosas que Jesucristo requirió de los que iban a Él por curación
fue que ellos creyeran. Cuanto más podamos creer en lo que deseamos –ya sea
curación, armonía, prosperidad, o paz– y cuanto más alentemos nuestras
creencias, más rápidamente manifestamos nuestro bien.
El
pensamiento guiado por la presencia del Cristo en nosotros puede levantarnos de
cualquier condición y otorgarnos cualquier deseo de nuestros corazones. Dios
nos provee la abundancia del universo, y nuestra labor es hacer surgir el bien,
¡el bien absoluto!, que ha sido siempre el deseo de nuestro Creador para
nosotros. ÿ
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