Semblanza del Hermano
Lorenzo, un hombre que caminó con Dios.
Cartas
Las cartas del hermano
Lorenzo son el verdadero corazón y el alma del libro «La práctica de la
presencia de Dios». Todas fueron escritas durante los últimos diez años de su
vida. Los destinatarios fueron diversos, sin embargo, en todas ellas late el
mismo corazón sencillo y amante de Cristo.
Primera carta
Tú deseas tan
diligentemente que te describa el método por el cual he llegado a este
habitual sentido de la presencia de Dios, el cual nuestro misericordioso
Señor ha querido darme. Voy a hacerlo con la petición que no le muestres la
carta a nadie. Si me entero que muestras la carta, todo el deseo que tengo
que alcances el progreso espiritual no bastará para que te siga escribiendo.
Lo que puedo contarte es
lo siguiente: habiendo encontrado en muchos libros diferentes métodos de ir a
Dios y diversas prácticas de la vida espiritual, llegué a la conclusión que
éstas servían más para confundirme que para facilitarme lo que seguí después,
que no era otra cosa que llegar a ser completamente de Dios. Esto hizo que me
decidiera a darme todo por el Todo.
Después de haberme dado a
mí mismo completamente a Dios, para que Él satisficiera lo que yo merecía por
mis pecados, yo renuncié, por amor a Él, a todo lo que no fuera Dios; y
comencé a vivir como si no hubiera nada más en el mundo que Él y yo.
A veces me consideraba a
mí mismo ante Él como un pobre criminal a los pies de su juez. Otras veces lo
veía a Él en mi corazón como mi Padre, como mi Dios. Lo adoraba lo más
seguido que podía, manteniendo mi mente en su santa presencia y recordándolo
cuando mi mente comenzaba a alejarse de Él. Este era mi trabajo no sólo en el
tiempo designado para la oración sino en cualquier instante; cada hora, cada
minuto, incluso cuando tenía más trabajo. Alejaba de mi mente todo lo que
interrumpía mis pensamientos de Dios.
Este ejercicio no estaba
libre de dolor. Continuaba a pesar de las dificultades. Trataba de no
aproblemarme o inquietarme cuando mi mente comenzaba a vagar. Aquella había
sido mi práctica común desde que entré a la vida religiosa. Aunque los había
hecho muy imperfectamente, encontré grandes ventajas en esta práctica. Yo
sabía muy bien que todo se debía a la misericordia y a la bondad de Dios,
porque nada podemos hacer sin Él, incluso menos que nada.
Cuando somos fieles en
mantenernos en su santa presencia, y permitirle que siempre esté delante de
nosotros, esto nos impide ofenderlo y hacer algo que pueda desagradarlo.
También produce en nosotros una libertad santa, y si se puede decir así, una
familiaridad con Dios, donde o cuando la pidamos. Él nos suministra la gracia
que necesitamos. Con el tiempo, al repetir a menudo estos actos, éstos se
tornan habituales, y la presencia de Dios llega a ser muy natural para
nosotros.
Por favor da gracias a
Dios conmigo por su gran bondad hacia mí, la cual nunca podré suficientemente
expresar, y por los muchos favores que Él ha realizado a este tan miserable
pecador como soy. Que todo le alabe. Amén.
Segunda carta
No encuentro mi forma de
vivir descrita en libros, aunque no tengo problemas con ello. Sin embargo,
para mayor tranquilidad, te agradecería que me hicieras saber tus
pensamientos acerca de este tema.
En una conversación
algunos días atrás, una persona muy devota me dijo que la vida espiritual era
una vida de gracia, que se inicia con un miedo servil, crece con la esperanza
de la vida eterna, y se completa con el amor puro; cada uno de estos estados
tiene fases diferentes, por medio de los cuales uno llega finalmente a
aquella bendita consumación.
Yo no seguí estos métodos
completamente. Al contrario, sentí instintiva-mente que me desalentarían. En
vez de seguirlos, cuando entré en la vida religiosa, tomé la resolución de
entregarme (darme a mí mismo) a Dios para que Él fuera la completa
satisfacción de mis pecados, y por amor a Él, renunciar a todo.
Durante los primeros
años, frecuentemente empleaba el tiempo apartado para la devoción en
pensamientos acerca de la muerte, juicio, infierno, cielo, y mis pecados. Y
continué por algunos años, poniendo mi mente cuidadosamente el resto del día,
e incluso en medio de mi trabajo, en la presencia de Dios, que siempre la
consideraba conmigo, siempre en mi corazón.
Con el tiempo comencé a
hacer lo mismo durante el tiempo consagrado a la oración, lo que me produjo
alegría y consolación. Esta práctica produjo en mí una estima tan alta de
Dios que sólo la fe era suficiente para sostenerme.
Ese fue mi comienzo.
Puedo decirte que durante los primeros diez años, sufrí mucho. Durante ese
tiempo me caía y me levantaba muchas veces. Me daba la impresión que todas
las criaturas, la razón, y Dios mismo estaban contra mí, y que sólo la fe
estaba a mi favor.
La aprensión de no ser
tan devoto de Dios como deseaba, mis antiguos pecados siempre en mi mente, y
los grandes favores inmerecidos que Dios había hecho por mí, eran la fuente
de mis sufrimientos y sentimientos de indignidad. A veces me aproblemaba
pensando que haber recibido tales favores era sólo efecto de mi imaginación,
ya que llegaban a mí muy rápidamente, y yo pensaba que de ser verdaderos
debían tardarse más en llegar. Otras veces creía que todo era un engaño
voluntario y que no había esperanza para mí.
Finalmente, consideré la
perspectiva de pasar el resto de mi vida en estas dificultades. Descubrí que
esto no había disminuido la confianza que tenía en Dios. De hecho, sólo había
servido para aumentar mi fe. Parecía que al fin había encontrado el cambio en
mí. Mi alma, que hasta entonces estaba inquieta, comenzó a sentir una
profunda paz interior, como si hubiera hallado su centro, un lugar de reposo.
A partir de ese instante
comencé a caminar ante Dios simplemente, en fe, con humildad, y con amor. Me
propuse diligentemente a no hacer nada ni pensar en nada que pudiera
desagradar a Dios. Tenía la esperanza que cuando terminara de hacer lo que
podía, Dios hiciera conmigo lo que Él quisiera.
No encuentro palabras
para describir lo que ocurre conmigo ahora. No siento dolor ni dificultad
acerca de mi estado porque no tengo voluntad propia, sólo la de Dios. Me
esfuerzo en cumplir su voluntad en todas las cosas. Estoy tan resignado que
no levantaría una paja del suelo, si este acto es contrario a su orden, o por
cualquier motivo distinto al puro amor por Él.
He cesado de todas las
formas de devoción y de oraciones excepto las que mi estado requiere. Mi
prioridad es perseverar en su santa presencia, en la cual mantengo una
atención sencilla y amante de Dios, que puede llamarse una presencia actual
de Dios. Poniéndolo de otra forma, es una habitual, silenciosa, y privada
conversación del alma con Dios. Que me da mucho gozo y contentamiento. En
resumen, estoy seguro, más allá de toda duda, que mi alma ha estado en las
alturas con Dios estos últimos treinta años. He pasado por muchas cosas pero
no quiero parecer tedioso refiriéndotelas en detalle.
Pienso que es apropiado contarte
como me percibo a mí mismo delante de Dios, a quien considero como mi Rey. Me
considero a mí mismo como el más miserable de los hombres. Estoy lleno de
faltas, taras, y debilidades. He cometido toda clase de crímenes contra este
Rey. Con un profundo arrepentimiento le confieso todas mis debilidades. Pido
su perdón. Me abandono completamente en sus manos para que Él haga conmigo lo
que quiera.
Mi Rey es lleno de
misericordia y bondad. Lejos de castigarme, Él me abraza con amor. Me hace
comer en su mesa. Él me sirve con sus propias manos y me da la llave de sus
tesoros. Me conversa y se deleita conmigo incesantemente, de miles y miles de
formas distintas. Y me trata como su favorito. De esta manera me considero
continuamente en Su santa presencia.
Mi método más usual es
esta simple atención, una amorosa mirada a Dios. Así me encuentro muchas
veces, a mí mismo apegado con la mayor dulzura y deleite a Él, igual que un
niño al pecho de su madre. Para elegir una expresión, llamaría a este estado
el seno de Dios por la inefable dulzura que gusto y experimento allí. Si en
algún momento, mis pensamientos me apartan de este estado de necesidad y
flaqueza, mis recuerdos me traen nuevamente, por medio de emociones
interiores tan sublimes y deliciosas que no encuentro palabras para
describirlas.
Te ruego que consideres
mi gran miseria, como te he informado extensamente, y los grandes favores que
Dios hace a alguien tan indigno y malagradecido como yo.
De esta forma mis horas
consagradas a la oración, son una simple continuación del mismo ejercicio. A
veces me considero a mí mismo como una piedra delante del escultor, de la que
Él hará una estatua. Cuando me presento así delante de Dios, deseo que haga
su imagen perfecta en mi alma y que me haga enteramente como Él es.
En otras ocasiones,
cuando me consagro a la oración, siento que todo mi espíritu se eleva sin
ningún cuidado ni esfuerzo de mi parte. Luego mi alma está suspendida, y
anclada firmemente en Dios, teniendo a Dios como el centro o el lugar de
reposo.
Sé que algo carga este
estado con inactividad, engaño, y amor propio. Confieso que es una
inactividad santa. Y sería un dichoso amor propio si el alma, en este estado,
fuera capaz de esto. Pero mientras el alma está en este reposo, no puede
distraerse por las cosas a las cuales antes estaba acostumbrada. Aquello de
lo cual el alma solía depender ahora es más bien un impedimento.
Así que no puedo ver como
esto podría llamarse un engaño, ya que el alma que disfruta a Dios de esta
manera sólo lo desea a Él. Si esto es un engaño, sólo Dios puede remediarlo.
Le dejo que haga lo quiera conmigo. Sólo lo deseo a Él. Sólo deseo ser
completamente devoto a Él.
Te ruego que me envíes tu opinión porque me es de mucho valor. Tengo una singular estima por tu reverencia. Estoy a tu servicio.
........................................
Decimoquinta carta
Dios es quien sabe mejor
lo que nosotros necesitamos. Todo lo que Él hace es para nuestro bien. Si
supiéramos lo mucho que nos ama, estaríamos siempre listos para recibir tanto
lo amargo y lo dulce que proviene de su mano. No habría diferencia. Todo lo
que viene de Él sería placentero.
Las peores aflicciones
sólo parecen intolerables si las vemos bajo la luz incorrecta. Cuando las
vemos como viniendo de la mano de Dios, y sabemos que es nuestro amante Padre
quien nos humilla e incomoda, nuestros sufrimientos pierden su amargura y se
convierten en una fuente de consolación.
Que todos nuestros esfuerzos sean para conocer a Dios. Quien más le conoce, desea conocerle mucho más. El conocimiento es comúnmente la medida del amor. Mientras más profundo y más extenso sea nuestro conocimiento, más grande será nuestro amor. Si nuestro amor hacia Dios fuera grande le amaríamos igualmente en el dolor y en el placer.
Nos engañamos a nosotros
mismos si buscamos o amamos a Dios por algún favor que nos haya dado o que
pueda darnos. Tales favores, no importa lo grandes que sean, nunca nos
traerán tan cerca de Dios como simple acto de fe. Busquemos a Dios sólo
mediante la fe. Él está dentro de nosotros. No lo busquemos en ninguna otra
parte.
¿No somos rudos y
merecemos la culpa si lo dejamos solo para ocuparnos en bagatelas que no
agradan a Dios y que quizás le ofenden? Estas bagatelas pueden algún día
costarnos caro. Comencemos diligentemente a consagrarnos a Él. Apartemos
cualquier otra cosa de nuestro corazón. Él quiere poseer nuestro corazón
completamente. Roguemos por su favor. Si hacemos todo lo que podemos, pronto
veremos ese cambio forjado en nosotros que tanto deseamos.
No puedo agradecer a Dios
lo suficiente por haberte aliviado de tus dolores. Espero ver al Señor dentro
de pocos días. Oremos el uno por el otro.
***
(El hermano Lorenzo murió
apaciblemente en los días de esta última carta).
(Traducción: Álvaro Soto
V.).
|
Espiritualidad Practica Positiva - Crecimiento Espiritual- Meditación- Oración Cientifica- "Paralelo 30 - sur" San Juan-Argentina

lunes, 3 de junio de 2013
Cartas del Hermano Lorenzo
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario